DATOS PERSONALES

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* Escritor y periodista especializado en los aspectos políticos de la globalización. * Presidente del Consejo del World Federalist Movement. * Director de la Cátedra de Integración Regional Altiero Spinelli del Consorzio Universitario Italiano per l’Argentina. * Profesor de Teoría de la Globalización y Bloques regionales de la UCES y de Gobernabilidad Internacional de la Universidad de Belgrano. * Miembro fundador de Democracia Global - Movimiento por la Unión Sudamericana y el Parlamento Mundial. * Diputado de la Nación MC por la C.A. de Buenos Aires

jueves, 7 de junio de 2012

En el Día del Periodista, parece que a nadie se le ocurre en este país otra figura para reivindicar que la de Rodolfo Walsh. Y dado que he escrito un pequeño ensayo sobre él -sobre su viraje desde la democracia a la guerrilla, mejor dicho- lo pongo a disposición de quienes le encuentren algún interés. 
¡¡¡FELIZ DÍA DEL PERIODISTA A TODOS LOS PERIODISTAS DE VERAS!!!


 

Para leer hoy “Operación Masacre”

 “Depositarios de una culpa colectiva abolida en las normas civilizadas de justicia, incapaces de influir en la política que dicta los hechos por los que son represaliados, muchos de esos rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros, opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas”.
Rodolfo Walsh (Carta abierta a la Junta Militar)
  
Acaso el de Rodolfo Walsh sea uno de los ejemplos mejores de cómo algunas muertes son capaces de reescribir una vida. Su fin, asesinado en un enfrentamiento armado el 25 de marzo de 1.977, apenas un día después de que publicara su “Carta abierta a la Junta militar”, ha congelado su imagen, reducido las dimensiones de su existencia a las de la militancia política y ocultado así el profundo drama de su gradual transformación en militante y dirigente montonero.

La masacre de los perejiles

A despecho de la mayor parte de sus admiradores, quienes aún hoy sostienen la imagen unívoca del Walsh guerrillero de sus últimos años, la relectura de su mejor obra (“Operación masacre”) muestra el abismo entre el Walsh democrático y hasta liberal de los ’50 y el montonero de los ’70, echando luz sobre la paulatina conversión de una generación de argentinos al sectarismo terrorista. Lejos de tratarse de una polémica bibliográfica, el tema parece de especial importancia en momentos en que la más espantosa década de la historia nacional, la del setenta, es irresponsablemente presentada como modelo de virtudes cívicas.
Un saldo unilateralmente incompleto de lo sucedido en aquellos años parece haber abierto las puertas a la rehabilitación del setentismo en nombre de cierta “juventud maravillosa” cuya actuación en la Historia tuvo efectos desastrosos. Primero de los cuales fue la masacre de los “perejiles”, como los llamaban los verdugos; es decir: de delegados sindicales y estudiantiles, de intelectuales y artistas, de simples trabajadores poco dispuestos a vender su dignidad y de militantes políticos y barriales, todos ellos arrasados y liquidados no ya por su hipotética adhesión a una revolución aún más hipotética sino por su activa o potencial oposición a un régimen terrorista de estado.
En este sentido, no puedo olvidar que, hablando en el aniversario del Golpe de 2002 desde un palco que daba a una plaza semivacía, Vicente Zito Lema sostuvo: “Quienes quieran hablar de nuestros muertos deberán recordar que eran revolucionarios. Que si Rodolfo Walsh y los demás 30.000 fueron torturados y desaparecidos fue porque eran revolucionarios”. Pero esta pretensión de Zito Lema (y la de Hebe de Bonafini y quienes la acompañan) es infructuosa, como bien demuestra la frase del mismo Walsh del epígrafe. Lo cierto es que la absoluta mayoría de las víctimas de la dictadura no era ni se consideraba “revolucionaria” y que muchos estaban explícitamente en contra de la táctica terrorista adoptada por organizaciones como el ERP, las FAR y los Montoneros, quienes comparten al menos una parte de la responsabilidad política por sus muertes con la dictadura.
¿Una distinción “formal” o “secundaria”? Tampoco al Walsh que escribía “Operación masacre” le era indiferente distinguir entre quienes estaban implicados en el alzamiento del General Valle (y eran por lo tanto conscientes de los riesgos que corrían) y quienes eran meros “perejiles”, caídos en desgracia por concurrir a una casa a jugar cartas y escuchar por la radio un match de boxeo: “Esta gente ha hablado conmigo con total sinceridad y me ha dicho quiénes eran los que estaban comprometidos: Torres y Gavino. Quiénes eran los que estaban simplemente enterados: Carranza y Lizaso. Quiénes eran los que no sabían absolutamente nada: Brión, Giunta, Di Chiano, Livraga y Garibotti; quedando en la sombra, por falta de datos concretos, la actitud mental de hombres como Rodríguez y Díaz”.  Según la cuenta del mismo Walsh, se trataba de dos “comprometidos”, dos “enterados”, cinco que “no sabían absolutamente nada” (los “perejiles”) y dos “dudosos”; proporciones que se repetirían con abrumadora precisión en los “maravillosos setenta”.
Es precisamente éste el saldo más horrendo del genocidio argentino: no ya los injustificables y terribles crímenes cometidos contra quienes habían decidido jugarse la vida y aceptado -armas en mano, como el Walsh de su última hora- un enfrentamiento en el terreno militar previsiblemente favorable a la dictadura; sino la espantosa “Operación Masacre” desatada sobre quienes jamás habían empuñado un arma y defendían por vías pacíficas las libertades democráticas y sus derechos sociales. No eran éstas preocupaciones ajenas del Walsh que escribiera en la introducción a su libro: “Si algo justamente he procurado suscitar en estas páginas es el horror a las revoluciones, cuyas primeras víctimas son siempre personas inocentes... La pobre gente no muere gritando “Viva la Patria”, como en las novelas. Muere vomitando de miedo ... o maldiciendo su abandono”.

Virtudes privadas y públicos horrores

Lo que golpea de la prosa de “Operación Masacre” es su propósito deliberado de ignorar toda retórica (“... ese hombre no dijo: ‘Viva la Patria’ sino que dijo ‘No me dejen solo, hijos de puta’”, pág 18). Un Truman Capote sudamericano y politizado al que le gustaba tensar el relato entre extrapolaciones: presente-futuro, privado-público,  íntimo- amenazador. Por ejemplo: “Después, cada uno se apresura a entrar en su casa. Ha empezado a apretar el frío. El termómetro marca menos de 4 grados y seguirá bajando. Son las 21.30. En ese momento, a treinta kilómetros de allí, en Campo de Mayo, un grupo de oficiales inicia el trágico levantamiento de junio... No sospecha –mientras cena en esa casa apacible, adquirida con su esfuerzo, rodeado del afecto de los suyos- que esas cualidades le ayudarán horas más tarde a salir del trance más amargo de su vida”.
En toda la obra, entre estos saltos instantáneos del paraíso al infierno (““Si todo sale bien esta noche... Pero todo saldrá mal.”, pág 43), fluye ese juego entre la realidad y la irrealidad que más tarde y en otras geografías será bautizada “Nuevo periodismo” y que en “Operación Masacre” hay que buscar desgajando sucesivas capas de verdad y de mentira (“Ésa es la historia que le oigo repetir ante el juez, una mañana en que soy el primo de Livraga...”, pág 19), desanudando la confusión generalizada que crean los ridículos esbirros (“-¿Y los otros?- vociferó Fernández Suárez. –Se escaparon.”, pág 131) y las patéticas declaraciones de las autoridades (“Se procedió al fusilamiento de los detenidos y al hacerlo, mejor dicho al establecerse cuántas eran las personas fusiladas, advirtieron que eran solo cinco en vez de doce o trece que se conducía”, declaración del subcomisario Cuello de la página 159), incapaces no sólo de fusilar sino de saber con precisión cuántos eran los que iban a ser fusilados.
Y en medio de esta mezcla tristemente argentina de intimidades familiares apacibles e instituciones zombies y asesinas, entre virtudes privadas y públicos horrores, en medio del retrato de un país también desaparecido en el que Pedro Livraga, quien “empezó como peón de albañil”, puede llegar a tener un “hermoso chalet estilo californiano [que] podría ser la residencia de un abogado o un médico” (pág 50), los hombres comunes, los argentinos anónimos, son metidos de prepo a mártires por los errores propios y los abusos ajenos. Estos hombres son descriptos por Walsh sin asomo alguno del énfasis nietzscheano que acompaña hoy -como un halo de santificación- a figuras como la de Ernesto Guevara (“Temblando y sudando, porque él tampoco es un héroe de película, sino simplemente un hombre que se anima...”, pág 20), ya que hay formas y formas de “vivir peligrosamente”.

La profecía

Pero si “Operación masacre” merece un lugar en la mitología literario-política argentina no es por sus méritos estilísticos sino por su carácter profético; esto es: por la descripción anticipada de lo que sucedería a partir del 24 de marzo de 1.976, particularmente asombrosa si se considera que fue efectuada veinte años antes por una de las futuras víctimas.
Como en 1.976, ya en la “Operación Masacre” de 1.956 está presente el robo de las pertenencias de los detenidos (“Es entonces cuando empiezan a llamarlos de nuevo, de a uno. El primero que vuelve explica que le han sacado todo lo que llevaba encima...”, pág 82), la complicidad de buena parte de la población con la matanza (“No hizo más que entrar el aterrado fugitivo en el jardín, cuando se abrió una ventana y apareció una mujer gritando. –¡Ni se atreva! ¡Ni se atreva! –y agregó, dando media vuelta y dirigiéndose, al parecer, al dueño de la casa-: ¡Dale vos, ya que se salvó!”, pág 98), la oposición y solidaridad de otros (“Las enfermeras, arriesgando sus puestos –y acaso más: aún regía la ley marcial-, protegen al herido en todas las formas imaginables”, pág 107; “Son los presos comunes, que salen a dar el paseo reglamentario, quienes lo salvan de la muerte por hambre. A través de la mirilla de la celda le tiran mendrugos de pan...”, pág 121), la increíble desorganización que transforma una ejecución en “una carnicería” (pág 147), los ocultamientos y la tortura indirecta a los parientes (“A los familiares de las víctimas no se les ahorró molestia, vejación, ni incertidumbre alguna.” pág 113), su dramático peregrinar en busca de informaciones por destacamentos y comisarías (“De la Unidad Regional los mandan a la cárcel de Caseros, de Caseros al penal de Olmos, de Olmos a la Jefatura de La Plata, de La Plata a la comisaría de Villa Ballester, de Villa Ballester a la Unidad Regional San Martín...”, pág 121), los infames calabozos y cuchitriles (“Pero Juan Carlos no ha muerto. Sobrevive prodigiosamente a sus heridas infectadas, a sus dolores atroces, al hambre, al frío, en la húmeda mazmorra de Moreno.” pág 119), la “obediencia debida” y su crítica (“Es inútil que un hombre pretenda escudarse en ‘órdenes superiores’ cuando estas órdenes incluyen el asesinato lento de otro hombre inerme e inocente”, pág 119), los abogados y sus infructuosos habeas corpus (“El doctor Máximo von Kotsch, abogado de 32 años... dedicaba su notorio dinamismo a la defensa de presos gremiales. Entre ellos, los numerosos petroleros torturados por la policía bonarerense”, pág 123), los fusilamientos disfrazados de “enfrentamientos” (“La primera versión oficial... dice que Juan Carlos fue ‘herido durante un tiroteo’. Ya vimos en qué consistió ese tiroteo.”, pág 139), las desapariciones (“En los libros... no figuraba la detención de Livraga o sus compañeros... Toda la operación lleva, pues, el sello imborrable de la clandestinidad.”, pág 143), la tortura -y el sarcasmo impune de los torturadores- (“Acude entonces al subjefe de Policía, capitán Ambroggio, y le muestra las fotos de presos que, al parecer, han sido azotados con alambres. El subjefe mira las fotos con aire crítico. –Eso no es alambre –comenta- Eso es goma.”, pág 133), el uso de las fuerzas de seguridad en funciones de represión ilegal (“Agrega el declarante que la misión encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía...”, pág 152); la complicidad de la gran prensa (“A doce de años de distancia se pueden revisar las colecciones de los diarios: esta historia no existió ni existe”, pág 20); en fin: el uso de las instituciones y los símbolos nacionales para cometer, justificar y encubrir un espantoso crimen (“...en nombre de la República Argentina, se cometió una atrocidad”, pág 221).
Todo este sistema invertido de valores, en el que la legalidad es una mera forma lista para ser desechada en tanto el horror se constituye como contenido verdadero de la acción del estado, estaba allí ya en 1.956 y se repetiría veinte años más tarde con crueldad superior y aplicada en escala monumental, en una inesperada repetición de la historia como la decsripta por Marx en “El 18 brumario...” pero que esta vez iba de la tragedia al infierno. Rodolfo Walsh, su denunciante, sería una de las víctimas.

Un vasto y argentino asesinato

Al leer hoy “Operación Masacre” es necesario esforzarse para evitar atribuir a su autor dotes premonitorias. “Ahora supongamos... que la mera promulgación de la ley marcial le da a un jefe de policía sobre todas las personas previamente detenidas... autoridad ilimitada.... Ese señor, entonces, puede  asesinar a todos los presos confiados a su custodia, y luego... ser ‘juzgado’ por un tribunal militar, es decir: por sus colegas y camaradas embarcados en la misma facción y acaso culpables de similares hazañas.” (pág 172); clarividente anticipo de las farsas judiciales llevadas adelante por los militares en los tempranos ‘80. Y, más adelante: “Los detenidos de Florida fueron penados, y con la muerte, y sin juicio, y arrancándolos a los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa, y en virtud de una ley posterior al hecho de la causa, y hasta sin hecho y sin causa.” (pág 173). Y, sobre todo: “Se trata en suma de un vasto asesinato, arbitrario e ilegal...” (pág 175). He aquí el único error profético de Walsh, quien hablaba de unas pocas decenas de personas, no pudiendo suponer en 1.957 las dimensiones que podía asumir un “vasto asesinato”. 
Pero no era premonición alguna la que guiaba a Walsh en 1.957 sino su acabada conciencia de las taras autoritarias del país en el que vivía. Lo que lleva a una conclusión de perogrullo: si los rasgos del “vasto asesinato” iniciado en 1.976 están enteramente contenidos en la “Operación Masacre” de 1.956, habrá entonces que admitir que el genocidio consumado en los ’70 por los argentinísmos miembros de las Fuerzas Armadas Argentinas, bajo las órdenes del Gobierno argentino, con la bandera nacional flameando sobre ignominiosos campos de concentración como la ESMA, fue el producto acabado de una cultura autoritaria, militarista y antidemocrática perfectamente en línea con las tradiciones nacionales y no el fruto de un complot externo, como pretenden muchos de quienes de Walsh se proclaman herederos.
Esta cultura militarista y nacionalista, de definido estilo prusiano, accedió al centro de la escena política nacional con el golpe uriburista de 1.930 y continuó creciendo a lo largo de varias décadas: a través del gobierno del GOU, primero, el del mismo Perón, después (significativamente, Walsh no duda en 1.957 en responsabilizar al peronismo por sus “abusos de la represión policíaca”, pág 188), y siguió desarrollándose y agudizándose con Onganía, Lanusse y Levingston hasta desembocar en la tríada del terror Videla – Massera – Agosti.

Del “horror a las revoluciones” a la “larga guerra del pueblo”

En 1.971, a catorce años de los hechos de León Suárez y cinco años antes del Golpe de Videla, “Operación Masacre” da lugar a una película que incluye un texto final en off que –según el Walsh de 1.971- “completa el libro y le da su sentido último” (pág 182). Ya para entonces, su transformación es, a decir poco, asombrosa. Allí, un Walsh completamente extraño al de 1.957 escribe: “La marea empezaba a darse vuelta, las balas también les entraban a ellos, a los torturadores, a los jefes de la represión. Los que habían firmado penas de muerte, sufrían la pena de muerte... Lo que nosotros habíamos improvisado en nuestra desesperación, otros aprendieron a organizarlo con rigor... la larga guerra del pueblo...”. Comenzaba así un penoso ojo-por-ojo que, muy previsiblemente, no acabaría allí ni se decidiría a favor del más débil.
¿Qué llevó a aquel hombre que jugaba ajedrez en un café de La Plata en el que “la única maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana” (pág 17) a formar parte de la dirección de la organización terrorista Montoneros? ¿Qué proceso histórico convirtió al nacionalismo argentino a quien había escrito: “El torturador que a la menor provocación se convierte en fusilador es un problema actual, un claro objetivo para ser aniquilado por la conciencia civil. Ignorábamos hasta ahora que tuviésemos esa fiera agazapada. Aún en la Alemania nazi, fueron necesarios años de miseria, miedo y bombardeos para sacarla a la luz. En la República Argentina bastaron seis horas de motín para que asomara su repugnante silueta”? ¿Qué condujo al peronismo a quien una década antes decía: “Sé que bajo el peronismo no habría podido publicar un libro como este [se refiere a Operación Masacre], ni los artículos periodísticos que lo precedieron, ni siquiera intentar la investigación de crímenes policiales que también existieron entonces”, (pág 193)? ¿Qué transformó el discurso civil y democrático del Walsh de la década del ’50 en el todo o nada guerrillero de los ’70; cuyo resultado fue tan atroz para los pocos que habían elegido el camino de “Revolución o Muerte”, “Patria o Muerte” o “Perón o Muerte”, como para los muchos que no lo había hecho?
¿Cuál es la trayectoria moral que va desde “... por muy equivocados que estén, son seres humanos y debe tratárselos como tales” de la pág. 193 hasta las tres hojas y media (pág. 175-178) que en 1.971 glorifican la ejecución del General Aramburu? ¿Qué tortuosa ruta parte del “Reitero que esta obra no persigue un objetivo político ni mucho menos pretende avivar odios completamente estériles” de 1.957 para llegar a la “larga guerra del pueblo” de 1.971? ¿Qué via crucis personal arranca de “La bomba que mata a un inocente no se diferencia gran cosa de la descarga del pelotón que mata a otro inocente” (pág 210) pero acaba en la justificación del terrorismo “revolucionario”? No creo que exista posibilidad de comprender lo sucedido en los setenta argentinos sin explorar las razones de esta deriva de la conciencia civil y dar respuesta a estas preguntas.

Dar testimonio en momentos difíciles
Las dimensiones del horror genocida han hecho que por muchos años los crímenes cometidos por sus víctimas fueran sepultados bajo un manto de justificaciones. A más de veinte años del fin de la dictadura semejante remoción se torna una manipulación como cualquier otra de la memoria histórica, cuyas consecuencias no pueden ser indiferentes ni superficiales dada la penosa gravedad de los hechos.
La vida de Rodolfo Walsh está íntimamente atada a la trágica historia de una generación que pagó con la muerte sus arbitrariedades y violencias, fueran éstas propias o ajenas. Por eso, acaso sea posible hoy rescatar las últimas palabras públicas de Walsh, ésas que en la “Carta de un escritor a la Junta Militar” hablan de la necesidad de “dar testimonio en momentos difíciles”. Y esto implica, según creo y entiendo, intentar rescatar, en estos difíciles momentos del país, a totalidad de aquella experiencia devastadora a favor de una memoria menos parcial e incompleta.
Aún insistiendo en la distancia que separa los crímenes del terrorismo “revolucionario” de los crímenes del terrorismo de estado, aún descartando las equivalencias forzadas del estilo de la “Teoría de los dos demonios”, dar testimonio en momentos difíciles es recordar que entre las organizaciones armadas de la década del ’70 y los militares que implantaron el terror genocida con la excusa de aniquilarlas existieron fuertes puntos de acuerdo, a saber: el desprecio del sistema democrático y del Poder Judicial y el Parlamento, el autoritarismo nacionalista, la retórica incendiaria, la militarización de la política y la consecuente vocación por resolver las cuestiones en el terreno de las armas, la atribución a difusas entidades extranjeras (el “imperialismo yanqui” o la “sinarquía internacional”, según el caso) de las peores aberraciones de la sociedad argentina, la justificación de actos atroces en pretendidos fines nobles, el militarismo, la verticalidad y la clandestinidad elevados a método, la fe en la violencia como “partera de la historia”. Demasiados de estos valores permanecen vigentes -como un río subterráneo- en la vida política argentina como para que nos sea dado el ignorarlos impunemente.

De libros y metralletas en el país de los hotentotes

Si hemos de aceptar la visión de Walsh como un sensible sismógrafo del terremoto interior que afectaba a una generación de argentinos, el abrumador cambio que denotan sus escritos de 1.957 y 1.971 resulta revelador. En este sentido, cuando Walsh escribe su larga parrafada sobre la larga guerra del pueblo, ya todo está dicho sobre su transformación de demócrata a guerrillero, para usar las palabras de aquel famoso titular que anunció el Golpe una noche antes de que se produjera.
En la introducción a su libro de 1.957, Walsh intenta explicar los motivos que lo han llevado a escribirlo, tan diferentes de las razones que esgrimiría en 1.971: “Creo en este libro, en sus efectos. Espero que no se me critique el creer en un libro cuando son tantos más los que creen en las metralletas”. Y luego, en la última página introductoria, aludiendo a su batalla civil por obtener reparación para las víctimas y castigo para los culpables de la “Operación Masacre” desatada en los basurales de José León Suárez, Walsh agrega: “Tengo la firme convicción de que el resultado último de esta lucha influirá durante años en la índole de nuestros sistemas represivos; decidirá si hemos de vivir como personas civilizadas o como hotentotes”. Premonitorias palabras.

Fernando A. Iglesias
Autor de “¿Qué significa hoy ser de izquierda?- Reflexiones sobre la Democracia en los tiempos de la Globalización”.