DATOS PERSONALES

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* Escritor y periodista especializado en los aspectos políticos de la globalización. * Presidente del Consejo del World Federalist Movement. * Director de la Cátedra de Integración Regional Altiero Spinelli del Consorzio Universitario Italiano per l’Argentina. * Profesor de Teoría de la Globalización y Bloques regionales de la UCES y de Gobernabilidad Internacional de la Universidad de Belgrano. * Miembro fundador de Democracia Global - Movimiento por la Unión Sudamericana y el Parlamento Mundial. * Diputado de la Nación MC por la C.A. de Buenos Aires

domingo, 11 de septiembre de 2011

11 de Septiembre- El colapso de los estados nacionales


A diez años de los trágicos hechos del 11 de Septiembre, publico aquí la introducción a mi libro "Twin Towers- el colapso de los estados nacionales", publicado por Bellaterra (Barcelona) en 2002. Lo hago sin modificaciones y en su versión completa, como corresponde para poder evaluar lo acertado o erróneo de mis aseveraciones a una década de un acontecimiento que marcó la historia de la humanidad.

11 de Septiembre- El colapso de los estados nacionales
Introducción

Millones de páginas se han escrito en todo el mundo acerca de lo sucedido el 11 de septiembre en los Estados Unidos de América. Casi ninguna ha destacado el que es el factor más importante y original, que ha otorgado a los acontecimientos el carácter de catástrofe planetaria y parece estar abriendo una nueva era en el devenir histórico de la humanidad. Me refiero a la espeluznante incapacidad del estado-nacional más poderoso del planeta para cumplir con la más elemental de sus responsabilidades -la protección de la vida de sus ciudadanos- y al inmenso poder destructivo que frente a éste posee una pequeña red que se organiza des-anclada y des-territorializadamente en un mundo global determinado por la tecnología de punta. Ambos fenómenos, aparentemente inconexos, son una nueva expresión del creciente dominio de lo mundial sobre lo nacional que ha permitido la consumación de los horrendos atentados, simplemente impensables en la fenecida era de las Modernidades Nacionales. Y es también esta evidente hegemonía planetaria de lo desanclado-desterritorializado sobre lo territorial-geográfico la que extiende ahora las desastrosas e imprevisibles consecuencias de los atentados en la escala global en la que hoy acontecen los fenómenos decisivos de una sociedad civil mundializada.

Pese a su apariencia, no son éstas afirmaciones meramente teóricas y abstractas, llenas de retórica indiferencia acerca de las muertes ocurridas y la barbarie desatada, sino más bien una expresión de preocupación acerca de la posible barbarie futura y las probables muertes por venir.

En el momento en que redacto estos párrafos es imposible saber con certeza si ha habido alguna participación del gobierno iraquí en la preparación y realización de los atentados. Como sea, Saddam Hussein debe estar ya meditando sobre el trágico error cometido en los inicios de los ’90: en un mundo desterritorializado, si se quiere desafiar el poder económico-militar del estado más poderoso del planeta, las invasiones territoriales y las fuerzas armadas y ejércitos nacionales no solo son innecesarios sino contraproducentes. Su ausencia ha sido la condición misma del ataque terrorista.

Como para cualquier otra corporación global, la seguridad de la red terrorista de Bin Laden y el éxito de sus operaciones dependen hoy de su desvinculación con el territorio, es decir: de su capacidad para esconderse y anidar en espacios virtuales. El apoyo del estado nacional afgano a al-Qaeda y la inevitable radicación de ésta en alguna nación-estado del planeta son las debilidades más evidentes de la organización; constituyen no ya su fortaleza sino la brecha por la que una represalia norteamericana se hace posible. Por otra parte, afirmar que el estado afgano-talibán era el sostén económico y militar de al-Qaeda es abdicar a la falsa ilusión centralidad que aún conservan los estados nacionales. Como los hechos han terminado por mostrar, sucedía exactamente lo contrario.

Algunos días después de los atentados, fuentes razonablemente confiables sostuvieron que el Air Force One -el avión en el que había buscado refugio el hombre que guarda en su valija nuclear un potencial suficiente para destruir el mundo- habría recibido una llamada directa de los terroristas, quienes -demostrando conocer el código necesario para establecer esa comunicación y el nombre en clave que correspondía durante ese día al presidente de los Estados Unidos de América- lo habrían amenazado con la aniquilación inmediata. La historia de la misteriosa llamada desapareció enseguida del espacio informativo mundial con la misma velocidad que las imágenes del caza que perseguía al vuelo 93 caído en Pennsylvania. Pero más allá de su veracidad o falsedad, lo que resulta determinante es su verosimilitud y credibilidad, que desnuda la enorme eficacia que adquiere una red global sobre un enemigo infinitamente más grande y poderoso pero básicamente atado a la lógica geográfica obsoleta de los escudos espaciales.

Como acontecimiento epocal que inaugura el milenio, la caída de las Twin Towers anuncia la continuidad y profundización de la brecha entre una realidad mundializada y las pobres representaciones que nos hacemos de ella. Con acierto, muchos han definido los atentados como ‘irreales’, es decir: como parte de un universo que, al mismo tiempo que ‘está ahí’, desafía y supera las representaciones comúnmente aceptadas acerca de lo ‘real’ y lo ‘irreal’, de lo ‘posible’ y lo ‘imposible’.

En el fenecido mundo de las Modernidades Nacionales en el que nuestras representaciones simbólicas nos condenan ilusoriamente a vivir, acontecimientos como los sucedidos resultan simplemente inconcebibles. La foto que registra la expresión atónita de George W. Bush en el momento de recibir la noticia del ataque, muestra –como las miradas incrédulas de todo el planeta sobre las Torres en llamas- el grosero desajuste existente entre la realidad y nuestra comprensión de ella.

Esta dramática ‘irrealidad’ de lo efectivamente sucedido pone en evidencia el abismo incolmable que se ha abierto durante la última década del XXº siglo entre quienes han entendido perfectamente el carácter global del mundo en el que ya vivimos (en especial: los agentes del sistema financiero, los narcotraficantes, las redes terroristas y mafiosas) y quienes, aferrados a paradigmas territoriales progresivamente vacíos de sentido y encadenados a sistemas institucionales obsoletos, preferimos seguir ignorando.

La primera ley de la globalización decía: “Toda influencia espacial-territorial dependiente de los costes económico-temporales de los transportes y las comunicaciones será paulatinamente abolida. Toda noción ligada a categorías geográfico-territoriales (externo-interno, centro-periferia, cercano-remoto) será, por lo menos, relativizada y reconfigurada”. Hace poco más de una década, la caída del Muro de Berlín constituyó el evento histórico emblemático de la apertura de la era de la Globalización porque evidenció imborrable y planetariamente esta tendencia (existente desde los inicios de la Modernidad, o más precisamente: desde el origen de la civilización) en la emergente escala global que estaba asumiendo la sociedad humana.

Desde entonces, una segunda ley, derivada de la anterior pero cualitativamente diferente de ésta, ha comenzado a determinar fuertemente los destinos del mundo. Esta segunda ley general de la Globalización dice: “La escala es poder. La cantidad y calidad de los recursos a disposición será cada vez menos determinante frente a la escala de los sistemas y organizaciones intervinientes. Lo mundial-planetario-global-universal-desterritorializado-desanclado está destinado a domeñar lo territorial, ya sea éste local, provincial, nacional, continental o inter-nacional”.

Como ayer la caída del Muro, la crisis iniciada con la implosión de las Torres se ha convertido en un hito histórico porque anuncia la vigencia efectiva de una ley universal destinada a reconfigurar todas las relaciones sociales existentes.

Desde hace al menos una década, los seres humanos hemos tenido la oportunidad de observar cómo los principios y valores del sistema económico capitalista globalizado se imponen mundialmente a una política democrática reducida a la escala nacional de sus deliberaciones e intervenciones, y cómo los estados nacionales pierden progresivamente el control de las funciones para las que han sido creados y se ven paulatinamente restringidos –especialmente en los países subdesarrollados- al rol de “grandes comisarías” (la imagen pertenece a Zygmunt Bauman). Desde hace al menos una década, los seres humanos hemos visto también cómo el sistema institucional inter-nacional del G8, el Consejo de Seguridad de la ONU, la NATO, el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio no constituye una alternativa superadora hacia la universalidad democrática sino un método de aplicación planetaria de la lógica particularista de los estados nacionales más poderosos y del reductivismo economicista de un capitalismo globalizado. Finalmente, el 11 de septiembre, el fenómeno irruptivo de la preponderancia de lo global sobre lo territorial ha sido presentado con dramática evidencia en la escala mundial y aplicado directamente al terreno militar.

El potencial destructivo de este acontecimiento es incalculable y está destinado a incrementarse. En la práctica, evidencia un nuevo retroceso de los estados nacionales, estados que habían sido definidos por Max Weber como “propietarios monopólicos de la violencia legítima” y que después de haber casi completamente delegado la aplicación externa de esta violencia en instancias inter-nacionales permanentes (como la NATO, el Pacto de Varsovia y el Consejo de Seguridad de la Onu) asisten ahora estupefactos al surgimiento de un oponente “privado” capaz de vulnerar con éxito las estructuras defensivas del más poderoso de ellos.

La obsolescencia de la escala nacional de la política democrática, que había ya llevado a una privatización generalizada y frecuentemente salvaje de la economía y de los espacios públicos, conduce ahora a la privatización globalizada de la violencia y de la guerra. Este fenómeno –que se había ya expresado en la escala global mediante el dilagar de la inseguridad en las grandes metrópolis del mundo y la aparición de mafias transnacionales ligadas al tráfico de drogas y armas- impulsa ahora sobre el escenario global la amenazante emergencia de organizaciones terroristas planetariamente capaces de actos de destrucción masiva. La debacle de la isla de Manhattan, uno de los puntos teóricamente más controlados y protegidos de la superficie del planeta, muestra así con estridencia el colapso de los estados nacionales.

Escribo este libro abrumado por la urgencia y en la parcial ignorancia: no existen aún pruebas públicas concluyentes de que haya sido Osama bin Laden el responsable de los atentados (aunque la amplia mayoría de sauditas entre los terroristas suicidas, la posterior reivindicación de la masacre como “obra de Alá y de una vanguardia del Islam” y las amenazas a Occidente de “nuevas lluvias de aviones desde los cielos” dejan poco espacio a las dudas). Tampoco puede saberse cuál será la reacción a largo plazo de los Estados Unidos.

Sin embargo, dado que no nos encontramos en el terreno jurídico sino en el político, lo que se conoce parece suficiente para responsabilizar de la catástrofe al fundamentalismo integralista de la “Nación Islámica”, para realizar un diagnóstico sobre las causas y las posibles consecuencias de lo sucedido y para intentar establecer algunas conclusiones sobre el período que se ha abierto.

Quienes esperen encontrar en estas páginas más párrafos olorosos de humo negro y sangre, o nuevos análisis en la óptica de “Globalismo Neoliberista vs Fundamentalismo Integralista”, “Primer Mundo vs Tercer Mundo”, “Imperialismo vs Pueblos Oprimidos”, “Occidente vs Islam”, “Cruzadas vs Guerra Santa”, etc., pueden abandonar la ímproba tarea y retornar a la mayor parte de los diarios, revistas y canales de TV de todo el mundo y a los libros de Samuel Huntington, para no mencionar los probables manuales que se estén ahora mismo escribiendo o publicando a favor de una u otra de las dos partes en las que parece haberse dividido nuevamente el planeta.

Lamentablemente, la consideración racional de los escenarios que el ataque a las Torres ha tornado posibles lleva hoy a todo ser humano racional a una indeseable nostalgia de la precedente Pax Americana. Los críticos ultrancistas de la anterior unipolaridad del Nuevo Orden Internacional, efectivamente parcial y sobredeterminado por las naciones avanzadas -y en particular por los Estados Unidos de América- tendrán ahora la posibilidad de observar cómo en el mundo de la globalización de los procesos sociales y productivos, y de la tecnología de alcances planetarios, la fragmentación política supone una alternativa aún más regresiva y peligrosa que la unidad hegemonizada por un estado nacional avanzado y democrático.

Pero lo fundamental en esta situación es que la suerte de la humanidad ya no se juega en la disputa por antagonismos particularistas, sean éstos nacionales o ‘civilizatorios’, sino que depende precisamente de su superación. En un planeta paulatinamente empequeñecido por la tecnología; la neutralidad, la tolerancia y el equilibrio se han vuelto insuficientes y se hace urgentemente necesario pensar en términos de participación, cooperación e integración.

El desafío que plantean las Torres humeantes, colapsadas junto a la ilusión autárquica de los estados nacionales, es el de conformar una sociedad civil mundial no ya de hecho sino de derecho, que exprese e integre el reclamo de Igualdad y Justicia del Tercer Mundo con la defensa de la Libertad y la Modernidad del Primero.

Si pusiéramos a un científico formado en la leyes de Newton al comando de los procesos fundamentales de un reactor nuclear, lo que obtendríamos sería una catástrofe planetaria. Es exactamente esto lo que está sucediendo en el universo einsteiniano de la globalización con las intervenciones de los gobiernos territoriales guiados por el nacionalismo newtoniano. La construcción de un espacio público mundial de discusión y deliberación sobre las crisis globales y la institucionalización de instancias decisorias democrático-liberales planetarias se han transformado en una cuestión de supervivencia cuya importancia se hará paulatinamente evidente. En este sentido, entre las muchas voces sensatas que se alzaron para pedir castigo a los culpables de los atentados pero racionalidad en la respuesta, resulta especialmente preocupante la ausencia de todo tipo de propuesta superadora de la contradicción que caracteriza a nuestra época: procesos sociales mundiales y mundializantes, y sistemas político-institucionales nacionales.

La catástrofe de las Twin Towers no puede ser comprendida como un episodio aislado producto del delirio de un lunático y de sus mitómanos seguidores. Por el contrario, se trata de la primer crisis verdaderamente planetaria a la que conduce la aplicación reiterada e irracional de lo que Beck ha llamado, con precisión y gracia, ‘categorías-zombie’. Veamos.

1) Los Estados Unidos liderados por la administración Bush:

- quisieron evitar la recesión rechazando los acuerdos de Kyoto sobre disminución de la emisión de gases contaminantes en la atmósfera y están hoy sumidos en una crisis recesiva sincronizada a escala mundial por la globalización económica; crisis fuertemente agravada por los mismos atentados

- intentaron ponerse al margen de la cuestión israelí-palestina y recibieron un ataque en su propio territorio pseudo-justificado en sus intervenciones a favor de Israel en el momento preciso en que éstas alcanzaban el punto más bajo de su historia

- pretendieron defender a sus ciudadanos con un escudo espacial antimisiles y con un espía informativo satelital (Echelon), y se encontraron con las Torres Gemelas y la mitad del Pentágono en llamas

- se opusieron y se oponen por todos los medios a la entrada en funciones de la Corte Penal Internacional establecida en 1.998 por el Estatuto de Roma, y están ahora al frente de una caza de terroristas aplicada en la escala planetaria.

Afortunadamente, el gobierno de George W. Bush ha tenido por ahora la capacidad de evitar esa revancha pedida a gritos por los sectores más regresivos y ciegos de su sociedad que llevaba directamente a nuevas Hiroshimas y Nagasakis y que hubiera podido conducir al mundo entero hacia algún tipo de holocausto generalizado. Por su manifiesta similitud en sus orígenes y posibles reultados, denominaré a esa reacción puramente nacional-tribal, pedida por buena parte de la derecha republicana, el Síndrome de Pearl Harbor.

2) Del otro lado de la imaginaria barricada pero siguiendo la misma lógica zombie-newtoniana de los Estados Unidos, la organización terrorista al-Qaeda, el sector más fundamentalista y nacionalista del Islam:

- realizó unos atentados sanguinarios en nombre del rechazo al poder imperial norteamericano (que supuestamente controlaba y hegemonizaba el entero planeta), demostrando paradojalmente la enorme fragilidad de ese supuesto poder y la falsedad de la propia tesis.

- atacó los Estados Unidos reclamando la “unidad política e independencia de la Nación Islámico-Musulmana”, y probablemente conseguirá alguna nueva forma de protectorado en Afganistán y nuevas y más profundas divisiones en el interior –ya suficientemente fragmentado- del mundo árabe

- destruyó las Torres en reivindicación simbólica de los pueblos árabes y del Tercer Mundo “oprimidos por el imperialismo”, y logrará que millones de sus habitantes deban convertirse en refugiados, que sus emigrantes en los países desarrollados sufran una nueva oleada de racismo y que los capitales financieros globales se retiren de los mercados emergentes, en general, y de los países del Medio Oriente, en particular, descargando sobre sus habitantes la peor parte del impacto de una crisis recesiva global profundizada por los mismos atentados.

La conclusión parece bien simple: las intervenciones newtonianas de los nacionalismos en el mundo einsteiniano de la globalización provocan efectos contrarios a los previstos por sus perpetradores y pueden llevar a incontrolables catástrofes planetarias. En el universo de la alta tecnología y de los procesos sociales globales, las naciones-estado y las concepciones nacionalistas no pueden ya salvar el mundo, pero pueden aún, perfectamente, destruirlo.

Como el siglo XX ha demostrado con énfasis, los estados nacionales (y muy especialmente: los estados nacionales guiados por el nacionalismo) y las sectas y grupos que actúan según los dictados de una lógica particularista y antiuniversalista (ya sea ésta racial, nacional, clasista o religiosa) son como enormes elefantes... mejor aún, como enormes dinosaurios en el bazar de la Modernidad: cada uno de sus movimientos tiende a provocar una tragedia.

En nombre de su supervivencia y de la supervivencia general, los estados nacionales –esos dinosaurios de la Modernidad- deben transformarse en aves; es decir: deben relativizar su dependencia respecto del territorio, disminuir su volumen y sus poderes, y abandonar su obsoleta pretensión de seguir siendo los omnímodos predadores institucionales del planeta todo.

Lejos de confiar en imposibles reconstituciones de las economías autárquicas de las naciones-estado o en improbables reconstrucciones de las solidaridades nacionales, de las autonomías nacionales, de los estados de bienestar nacionales y de las identidades nacionales (como demasiados autores ‘progresistas’ sugieren aún hoy como salida razonable a la crisis), nada queda por esperar de los estados nacionales sino que limiten al máximo sus intervenciones globales, acepten que ya no pueden ser el centro decisorio principal de una sociedad civil mundializada y resignen parte de su soberanía, de su autarquía y de sus poderes en instancias mundiales representativas y democráticas de alcance planetario, reservando para sí las funciones de escala nacional que por definición les competen.

Este mismo análisis debería ser racionalmente aplicado al agonizante orden inter-nacional que de las naciones-estado y de la ideología nacionalista débil depende directa y estructuralmente. Después de cincuenta años de trabajo, en muchos casos heroico pero básicamente infructuoso, nada queda por esperar de la Organización de las Naciones Unidas sino que su Asamblea General convoque a la Asamblea Constituyente de una República Universal de los Ciudadanos del Mundo, de carácter no ya inter- nacional sino mundial, planetario y humano, y colabore luego en la transición desde el elitario orden nacional/inter-nacional existente hacia un nuevo orden democrático global.

En este mundo finalmente devenido mundial, solo unas instituciones democráticas universales pueden decidir y actuar con eficacia y legitimidad en la preservación de la paz mundial y en las emergentes crisis globales (económica, ecológica, demográfica, de control de la tecnología y de preservación de la paz en el mundo) que la globalización inevitablemente comporta, y que desde hace ya tiempo han escapado a las posibilidades de intervención de un poder democrático encarnado en los estados territoriales.

Desde hace demasiado tiempo, las alternativas del mundo se dividen entre una razón sin corazón y un corazón sin razones; entre un neoliberismo globalista que mundializa solo los procesos económicos y tecnológicos -generando miserias y desigualdades de escala planetaria- y un nacionalismo fundamentalista que tiene en Bin Laden y los talibanes sus elementos extremos, y en sus varios Le Pens, Bossis y Haiders, su ala ‘civil’ y ‘moderada’.

En un sentido general, el egoísmo colectivo tribalista y antiliberal del fundamentalismo es la contracara bárbara y salvaje del egoísmo colectivo primer-mundista que Jürgen Habermas y Jean Luc Ferry han definido brillantemente “chauvinismo del bienestar”. Este nuevo particularismo territorialista que tiende a convertirse en la ideología dominante de los habitantes del Primer Mundo, es un movimiento político transversal y planetario compuesto por gentes de miras estrechas que discurren todo el tiempo acerca de la “Globalización” pero se obstinan en creer que aún es posible refugiarse detrás de los muros feudales de las naciones-estado o en el interior de la Europa avanzada.

He visto pocas expresiones más perfectas de esta ceguera indiferente a la suerte propia y ajena que un aviso de una empresa italiana de servicios domiciliarios aparecido repetidamente estos días en el diario romano la Repubblica, entre fotos de las Torres en llamas y guerreros talibanes con kalashnikovs y turbantes. En él, un bello rostro de mujer sostenía: “Imagino al paraíso como un lugar en el que llamo al plomero y él viene”. Después de los paraísos fiscales de Hawala (organización financiera que sostiene a al-Qaeda) y de los paraísos ganados mediante el martirio ajeno por los guerreros suicidas del fundamentalismo, nos faltaba aún conocer el paraíso que sueñan los chauvinistas del bienestar. Pocas cosas me parecen más amenazantes para la paz en el mundo que esta división del paraíso soñado por los seres humanos entre guerreros kamikazes y plomeros eficientes.

El sociólogo Ulrich Beck sostiene que vivimos en una sociedad mundial cuya variable fundamental es el riesgo. Lo que las ruinas humeantes de Ground Zero dicen es: en un mundo global, el riesgo es para todos. La percepción de seguridad y estabilidad que sobre la situación global tenían apenas ayer los habitantes de los países desarrollados acaba de revelar su carácter de mero espejismo.

Después del fracaso de las fronteras territoriales del Imperio Romano, de la Muralla China, de la línea Maginot, de la Cortina de Hierro y del Muro de Berlín, con las Twin Towers han comenzado a estallar todas las variantes nacionales, continentales y primer-mundistas del sálvese quien pueda. Después del martes negro de Manhattan, resulta claro que quienes viajan en la primera clase de este mundo globalizado viajan en la primera clase de un planeta-Titanic. Las Twin Towers han sido simplemente nuestro primer impacto directo con uno de los numerosos icebergs (económico, ecológico, tecnológico, demográfico) a la deriva.

La última barrera de una historia determinada en su médula por la geografía acaba de ser pulverizada. Para quien tenga el coraje de mantener los ojos abiertos entre el humo de la tragedia resultará progresivamente evidente que los seres humanos que habitamos el mundo global somos como los pobres desagraciados que trabajaban en las Torres, y que cinco segundos antes del impacto del primer avión creían que el conflicto entre israelíes y palestinos era una imagen más en las pantallas de la CNN que no les concernía sino indirectamente.

Otro aspecto altamente significativo de la tragedia de Manhattan ha sido el aprovechamiento de todos los medios económicos y técnicos globales y del desplazamiento y la circulación típicas de la globalización como fundamento organizativo y logístico de los atentados; es decir: el uso y abuso de la globalización de los procesos sociales por parte de los mismos terroristas que a la globalización pretenden oponerse. Por esta vía paradójica, se ha revelado que la globalización no es externa sino esencialmente interna. Independientemente de la insistencia anacrónica en comprenderla y describirla con las categorías territoriales del nacionalismo y el tercermundismo (que pretenden identificarla como una fuerza irruptiva exterior independiente de nuestros propios actos o como una suerte de complot para occidentalizar el mundo) la globalización está entre nosotros porque somos nosotros mismos, miembros activos de una emergente sociedad civil mundial, quienes la promovemos inevitablemente aún en el intento de combatirla o aniquilarla.

Lamentablemente, entre sus muchos efectos inciviles, los atentados han puesto en el primer lugar de la agenda global la cuestión de la seguridad. El justificado temor que hoy despierta la globalización de la violencia terrorista –y que determinará al mundo por mucho tiempo y en el peor de los modos- es otra confirmación de este carácter intrínseco y endógeno de la mundialización de los procesos sociales. En la preocupación inteligente que suscite la aparición de este terrorismo globalizado estriba nuestra mejor oportunidad: Si queremos evitar nuevas Twin Towers y nuevos Chernobyls, recalentamientos globales de la atmósfera, efectos tequila, vodka y caipirinha en escalas progresivamente ampliadas, nuevos Sidas de contagio acaso más rápido y consecuencias más letales, y asaltos a las fronteras del mundo avanzado por parte de una humanidad sufriente, sin esperanza y dispuesta a todo... en suma: si queremos enfrentar racional y civilizadamente las muchas amenazas globales ya existentes y en desarrollo, la falsa alternativa entre tecnócratas globalistas y fundamentalistas-nacionalistas-antiglobalizadores debe ser superada.

Independientemente de la voluntad de los criminales, lo que la tragedia del 11 de septiembre dice es: “Pueden construir nuevos muros de Berlín en las fronteras del mundo avanzado, pueden establecer, de hecho, un Apartheid de escala planetaria, pueden echar a los mexicanos del otro lado del Río Bravo y tirar los albaneses al mar y dejar que se pudran 283 cadáveres en el Mediterráneo durante meses, pero nunca más nadie podrá dormir tranquilo en ninguna parte mientras subsistan el consumismo y la ceguera política de un lado y la miseria material y el fanatismo religioso y nacionalista del otro; ni mientras los jefes de estado de las naciones más poderosas del planeta sigan tomando decisiones globales que impactan directamente en la vida de miles de millones de seres humanos que nunca los han elegido para hacerlo”.

Es esta usurpación de las decisiones mundiales por parte de los gobiernos nacionales del Primer Mundo, en general, y de los Estados Unidos, en particular; es esta evidente parcialidad de las organizaciones inter-nacionales en las que poseen un predominio hegemónico, son estas intervenciones planetarias e ingerencias humanitarias caracterizadas por discursos universalistas-humanistas e intereses nacional-corporativos, es el aparato ideológico-institucional del nacionalismo ‘débil’ los que están en el origen del antiamericanismo, del antiglobalismo, del tercermundismo fundamentalista y -en definitiva- los que han legitimado a los ojos de millones de seres humanos los criminales atentados, produciendo al mismo tiempo un público favorable y los terroristas capaces de llevarlos a cabo.

Sin una reconfiguración del escenario político global, sin una repartición más democrática del poder político y de los recursos económicos mundiales, solo pueden ser combatidos temporalmente los efectos de este conflicto entre Modernidad y anti-Modernidad, pero no sus causas profundas, inevitablemnte destinadas a provocar nuevos colapsos.

Los ataques fundamentalistas han golpeado el corazón y el símbolo del actual poder económico y militar estadounidense, es decir: las Twin Towers y el Pentágono. Todo indica que Camp David -tradicional sede de los acuerdos internacionales- y la Casablanca -sede del poder ejecutivo norteamericano- estaban en la mira. Sin embargo, no se ha registrado ningún indicio de ataque directo sobre las sedes y símbolos del poder parlamentario; presumiblemente: porque aún en medio de su cerrado fundamentalismo antimoderno y su desprecio por la vida humana, los terroristas comprendieron que el carácter barbárico de los atentados hubiera quedado aún más al descubierto si golpeaban el corazón del poder democrático de la Modernidad: el Parlamento. Acaso en este aspecto aparentemente marginal, en este reconocimiento involuntario del rol central que desempeña el Parlamento en una sociedad moderna y democrática resida una de las pocas certezas que la barbarie terrorista ha dejado en pie y una lección que no debería ser desestimada.

La tan remanida crisis de la Modernidad no es sino el agotamiento del período abierto tres siglos atrás en Westfalia, período en el que el artefacto ‘nación-estado’ constituyó el centro indiscutido de las actividades públicas de los hombres. Por ello, en el subtítulo de un libro publicado el año pasado en Buenos Aires sostuve que la globalización constituía ‘el fin de las Modernidades Nacionales’.

El colapso de las Torres ha expresado con ejemplaridad esta agonía de la escala nacional, progresivamente descalificada por lo que Immanuel Wallerstein definió como “Modernidad-mundo”. Sucintamente, intentaré presentar en este libro las siguientes tesis:

1- La tragedia para la humanidad que los atentados han supuesto, cuyas consecuencias reales apenas comienzan a avizorarse, es producto del desajuste entre una economía y una tecnología globales y una política democrática todavía enclaustrada en los estrechos márgenes de los estados nacionales.

2- Este desequilibrio es peligrosamente agravado por cada irracional aplicación de principios políticos nacionalistas a los procesos de un mundo globalizado por la economía y la tecnología.

3- Como mostró la paradójica reacción antiamericanista que se desató después de la masacre (y como los posteriores mensajes reivindicatorios de Bin Laden confirmaron), los atentados se dirigen no solo a los musulmanes con el declarado intento de impulsar y legitimar la unidad política e ideológica del Islam (la “Nación Islámica” a la que invoca Bin Laden), sino a un público global “tercermundista” y “antiimperialista” paradojalmente cautivo de nociones y principios territorial-nacionales.

4- Como es habitual en estos casos, las reflexiones universalistas que podrían ayudar a superar la situación corren el riesgo de ser avasalladas por el mismo nacionalismo responsable de la catástrofe. Este riesgo se ha corporizado hoy en el resurgimiento de actores políticos que pretenden hablar en nombre de los pobres y humillados de la Tierra pero cuyo proyecto político-económico solo puede empeorar su situación objetiva.

5- Las acusaciones que este tercermundismo hace al “Imperialismo Americano” se basan en interpretaciones abusivas de hechos reales. En primer lugar, porque la conducta del gobierno de los Estados Unidos ha sido siempre ambivalente. En segundo, porque prácticamente todos los estados nacionales cuentan en su haber histórico con crímenes semejantes, diferentes solo en su magnitud; la cual depende no ya de la bondad de las intenciones sino de la eficacia de las actuaciones.

6- Las consecuencias globales de la crisis abierta el 11 de septiembre afectarán negativamente la vida concreta de todos los habitantes del planeta por encima de su nacionalidad, raza, religión, lugar de residencia, origen social o familiar. El único posible elemento positivo de lo sucedido depende pues, enteramente, de la capacidad de cada uno de nosotros para percibirse como parte de una sociedad civil mundial cuyo destino es progresivamente común y para actuar en consecuencia.

7- En un universo en el cual el dominio humano sobre la naturaleza no deja de crecer exponencialmente y en el que el poder destructivo está destinado a abaratarse y difundirse, la civilización humana y la misma supervivencia de la especie se encuentran amenazadas. Si queremos evitar colapsos económicos globales estilo 1929, atentados terroristas bacteriológicos y nucleares, movimientos demográficos masivos y destructivos, deterioro progresivo del ecosistema y amenazas crecientes a la paz del planeta, la presente globalización unidimensional debe ser rápidamente superada. Pese a las evidentes dificultades que supone, la globalización de la Democracia, de la Justicia, del Estado de Bienestar, de la Paz y de los Derechos Humanos constituye la única respuesta progresista posible a la mundialización de la economía y de los procesos sociales.

8- Lejos de constituir un episodio aislado, nos enfrentamos a la primera de las crisis mundiales que la economía, la ecología, la tecnología, la demografía y el narco-terrorismo globales descargarán sobre una humanidad inerte a menos que sean dados pasos progresivos pero urgentes hacia la construcción de instituciones representativas democrático-liberales mundiales.

9- Tanto la Unión Europea como la ONU son tentativas extremadamente valiosas de superar los estrechos límites fijados a la política democrática por el nacionalismo. Sin embargo, el exponencialmente veloz desarrollo de la tecnología y la economía globales está desbordando paulatinamente sus posibilidades de intervención.

10- La proclamación y fundación de una República de la Tierra de carácter federal y parlamentario (y no de un estado o un gobierno mundiales) constituye, a largo plazo, el único proyecto político capaz de integrar los aspectos relativamente antagónicos y efectivamente escindidos de la Modernidad social: el capitalismo económico y la democracia política; rescatando lo mejor de la herencia universalista de la Ilustración y la experiencia histórica –en su momento progresista e integradora- de la construcción de las naciones-estado y de la Unión Europea.

Olímpicamente indiferentes a las intenciones feudalistas de sus perpetradores, las consecuencias planetarias de los atentados han brindado una ulterior demostración sobre el carácter irreversible de los procesos mundializantes. A esta renovada certeza debemos apelar para comprender que el debate pro o anti globalización es una bizantina discusión de retaguardia. Ya no se trata de estar a favor o en contra de la globalización sino de qué es lo que se globaliza y de quién regula el proceso: el G8, las corporaciones económicas globales, el FMI, el Consejo de Seguridad de la ONU y la NATO, como hasta ahora, o un Parlamento Mundial en el que aquella mitad de la humanidad que sobrevive con menos de dos dólares por día pueda tener una voz, una representación política y una esperanza concreta de un futuro digno.

Tampoco se trata ya de estar con el Primer o con el Tercer Mundo ni de elegir entre el globalismo neoliberista y el fundamentalismo islámico. La verdadera alternativa a la que la humanidad se enfrenta hoy se define entre una globalización democrática de la Modernidad política y social y un colapso progresivo y completo del entero sistema, cuyas consecuencias destructivas alcanzarían, sin excepción, a todos los habitantes de este pequeño y frágil planeta.

Se trata hoy de decidir si se continuará a globalizar las desigualdades de una parte y el terrorismo de la otra o si se hará un esfuerzo serio y racional hacia la globalización de la Democracia, de la Justicia, del Estado de Bienestar, de la Paz y de los Derechos Humanos.

La situación a la que se enfrenta hoy el mundo es significativamente similar a la que debió enfrentar Europa en los albores del siglo pasado. A fines del XIXº siglo, el orden surgido de Westfalia había alcanzado su apogeo: los intereses de las élites económicas y políticas habían sido sólidamente saldados y unidos a nivel nacional por las naciones-estado, legitimados por el relato histórico de su unificación territorial, política y administrativa, reforzados por una pertenencia cultural popularizada por los sistemas educativos nacionales y dotados de organizaciones de agresión y defensa contra el extranjero: los ejércitos y armadas nacionales.

Cuando a inicios del XXº el rápido desarrollo tecnológico de los medios de transporte, comunicación y producción comenzó a desbordar las fronteras nacionales de los países avanzados, la disputa inter-nacional por la hegemonía resultó inevitable y configuró –por un entero medio siglo- el espíritu belicoso de los tiempos. El imperialismo –nacionalismo de los países poderosos y centrales- y la guerra inter-nacional fueron el primer resultado histórico de un mundo progresivamente unificado por la tecnología y la economía pero aún fragmentado en lo político-institucional-administrativo. Desde luego, el proceso tuvo consecuencias espectacularmente desgraciadas en el continente –Europa- en el que el impulso tecnológico a la unificación económica, por un lado, y la fragmentación territorial de la unidad política, por el otro, eran máximos, claramente superiores a los del resto del planeta. El otro gran polo desarrollado –América del Norte- se hallaba "protegida” por la enorme extensión de los Estados Unidos y el Canadá, sus territorios políticamente unificados.

Nada casualmente, después de las tragedias causadas por el nacionalismo extremo (la Segunda Guerra y el Holocausto judío), esta lección sobre el valor pacifista y progresista de la máxima extensión tecnológicamente racional de la unidad económico-política fue velozmente aprendida por los principales líderes políticos europeos, y más de cincuenta años de paz y progreso ininterrumpidos han coronado el que es el principal –acaso: el único- gran éxito político del siglo XX: la progresiva extensión de la unidad económica y política supranacional de Europa.

Con la tragedia de Manhattan, asistimos a la primer gran expresión en la escala global del proceso que llevó a las grandes guerras de inicios de siglo: la sociedad civil mundial ha sido unificada por la economía y la tecnología, las potestades y capacidades de los estados nacionales colapsan. El ataque a las Torres es el inicio de una potencial guerra civil planetaria entre Tercer Mundo y Primero. Como durante el siglo XX, se trata de elegir entre Nazismo y Unión Europea, es decir: entre un tribalismo nacionalista que en las presentes condiciones será necesariamente siempre más extremo, agresivo y peligroso, y la democrática y progresiva unificación política del entero planeta.

Basta dividir el entero siglo XXº europeo entre una primera mitad nacionalista y una segunda mitad europeísta y supranacionalista para comprender lo que está en juego. En un sentido metafórico, la caída de las Twin Towers equivale al célebre pistoletazo de Sarajevo que abrió la puerta a casi medio siglo de catástrofes continentales: se trata hoy de evitar la repetición de aquella guerra ampliada hoy a la escala mundial, en la que sus actores fatalmente contarán con arsenal atómico y otras tecnologías destructivas de alcances planetarios.

En un 1995 que parece ya lejano, David Held escribió “No es inconcebible que la ampliación del espacio para la democracia cosmopolita sea el resultado, por ejemplo, del colapso del sistema financiero global, de una grave crisis en el medio ambiente o de una costosa guerra mundial”. Seis años después, esta frase que entonces había yo juzgado exageradamente pesimista comienza a ubicarse en los límites del optimismo utopizante.

Para finalizar esta introducción, quisiera pues intentar actualizarla insistiendo: si algún elemento positivo contienen la barbarie y el horror desatados el 11 de septiembre, éste depende completamente de la vocación e inteligencia con que cada uno de nosotros, ciudadanos del mundo, intentemos superar los compartimientos estancos, los egoísmos colectivos, los prejuicios tribales, las barreras paranoicas, las jaulas de hierro mentales en las que el tribalismo nacionalista nos mantiene aún encerrados.

En la presente situación, cualquier movimiento hacia el nacionalismo territorialista, cualquier intento de reconstruir las fronteras y los poderes de los estados nacionales y de consolidar el escandaloso Apartheid planetario ya existente implicaría un daño inmediato y grave para las libertades civiles de la incipiente sociedad civil mundial y originaría, en el mediano plazo, nuevas reacciones particularistas-nacionalistas y mayores peligros para la seguridad y el bienestar de todos los seres humanos.

He ya sostenido, en textos anteriores, que el extracomunitario se había convertido en el judío de la Europa moderna. Creo llegado el momento de ampliar esta aseveración: el rol del “otro absoluto”, opaco y amenazador, incomprensible y portador de la destrucción de un “nosotros”, ha sido invadido por una serie de chivos expiatorios que vuelven a arriesgarse a ser objetos de una masacre. Después del 11 de septiembre, y vistas las reacciones que han tenido lugar, es claro que para buena parte de la opinión pública mundial este rol de amenaza global es desempeñado por el “yanqui”, encarnación viviente del “imperialismo americano”.

La tragedia de Manhattan muestra que si los riesgos de un genocidio contra los norteamericanos son escasos, ello se debe más a la imposibilidad fáctica del proyecto que a la ausencia de adherentes o a sus convicciones morales; en especial: las de cierto sector de la sociedad civil mundial que pretende ser considerado “progresista” y “de izquierda” a pesar de sus concepciones y proyectos nacionalistas, autoritarios y violentos. A su vez, la figura simbólica que el extracomunitario encarna para cierta parte de la opinión pública del Primer Mundo se ha desdoblado en varias “subespecies”, a cual de ellas más amenazante: para los norteamericanos, está encarnada en el fundamentalista islámico; para los israelíes, en el palestino suicida, para los europeos, en el inmigrante ilegal, supuesto delincuente y asesino.

Las cuestiones sociales de una sociedad civil globalizada (la igualdad, la equidad, la justicia social y penal) son transformadas por las instituciones territoriales y el pensamiento nacionalista en enfrentamientos de base étnica y nacional cuyas consecuencias necesarias son la violencia, los campos de concentración y el intento de exterminio de un chivo expiatorio considerado enemigo. Los nacionalistas extremos de ambos bandos (desde Le Pen-Bossi-Haider a Bin Laden, desde Ariel Sharon a Saddam Hussein) preparan sus armas, y éstas no son solo ideológicas, lamentablemente.

Son las penosas realidades institucionales y simbólicas del territorialismo, son las supervivencias ideológicas y mentales de las épocas tribales, feudales y nacionales las que están en la base de los conflictos y de las crisis a las que nos enfrentamos. Siendo la fuente originaria de los problemas, es difícil imaginar que puedan ser, al mismo tiempo, su solución. Exactamente en el sentido opuesto, los habitantes de este pequeño planeta a la deriva necesitamos aceptar la inevitable emergencia del mundo como categoría significativa en nuestras vidas, y percibir el surgimiento paulatino pero irreversible de una sociedad civil mundial cuyo destino es progresivamente global, universal, humano.

Lo que la tragedia de Manhattan nos obliga a comprender inmediatamente, en beneficio de nuestros más elementales intereses comunes y de nuestra supervivencia como individuos y como especie, es que en un mundo devenido irreversiblemente mundial, nosotros somos la humanidad.

5 comentarios:

Damián dijo...

Tu mirada parece excesivamente norteamericana. Eso de la "posible barbarie futura" puede aplcarse a los EE.UU. o a los países europeos más desarrollados. Y aun así, el riesgo es numéricamente insignificante (pensemos en que en el que se presenta como el mayor atentado de la historia murieron 3.000 personas).
Los países en desarrollo ya conocemos la barbarie de la explotación, la expoliación de recursos, el auspicio de golpes de estado y la invasión lisa y llana.
Sólo en el período posterior al 11-S EE.UU. provocó muertes de civiles equivalentes a más de 100 atentados como el del 11-S. Está claro que esas sociedades devastadas, para ver barbarie bien pueden mirar al pasado.
Sin mencionar que la mayor amenaza de barbarie a nivel de la humanidad es el armamento atómico, el cual es monopolizado y promovido por los países centrales y sus aliados.

Fernando A. Iglesias dijo...

Y UD de dónde saca que la " barbarie futura" no podía provenir del gobierno bushista de los Estados Unidos? A eso mismo se refería la frase, y si tiene la posibilidad de leer el párrafo siguiente al que cita verá que va ahí directamente.
Pero no, deje ahí. No se preocupe. Siga creyendo que el tercermundismo es la respuesta apropiada al primermundismo, ya que bajo la ley de la jungla las gacelas siempre derrotan a los leones, no es así?

Anónimo dijo...

Damián, ya que el armamento atómico está monopolizado por pocos países, vos creés que deberían democratizarlo haciendo posible que cada quién que pueda pagarla tenga su propia bombita?
Apropósito ¿sabés qué países tiene armas atómicas?
Jorge S

Damián dijo...

No te pongas nervioso Iglesias. No te insulté. Sólo dije que tenías una mirada muy norteamericana, lo cual no deja de ser válido.
A mí, que miro el mundo desde un continente en desarrollo, me resulta extraño hablar de "posible barbarie futura" cuando ayer recordamos el golpe de Pinochet y hoy mismo vemos las mismas mentiras, abusos y masacres de costumbre en Libia.
No creo en el "tercermundismo", lo cual no creo que tenga ni siquiera un significado determinado. Simplemente tengo una mirada desde el mundo desarrollado porque es al que pertenezco.
Y no entendí lo de las gacelas y los leones. ¿Qué querés decir? ¿Que hay que hacerse amigo de los leones?

Jorge: no estáría bueno que cada país tenga su propia bombita. Sería mejor que los países que lideran el mundo impulsaran un desarme atómico, lo cual sería beneficioso incluso para su propia supervivencia. Obviamente es muy injusto e hipócrita que haya países que puedan tener bombas atómicas y otros no, bajo pena de invadirlos y destruirlos.
Los países que tienen bombas atómicas son EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Rusia, China, Israel, India y Pakistán. Probablemente tambián Corea del Norte, pero no está verificado.

Fernando A. Iglesias dijo...

Estimado Damián: ni estoy nervioso ni dije que Ud me había insultado.
No me parece asimilable lo de Libia a lo de Chile. Y la frase sobre la barbarie futura era,e xactamente, del 2002, y preveía y se refería a las represalias del gobierno de Bush sobre Irak, principalmente.
Y no, no creo tener una visión norteamericana. Precisamente, intento tener una visión no territorial de los problemas, como dice el artículo.
Lo que sugiera la frase es que el conflicto no favorece a los débiles, y que las leyes y las instituciones se crean, precisamente, para establecer un estado de derecho que proteja a las gacelas de los leones.
saludos
F